Lo que no se dice

El duelo y el perro

¿Y si perdemos todo…?

A las personas que han perdido algo o a alguien durante la pandemia.

Casi un millón de personas transitan todos los días en el crucero de Shibuya, en el centro de Tokio. No se si todos esos transeúntes conozcan la historia del famosísimo perro Hachiko, que falleció el 8 de marzo de 1935 y se encuentra inmortalizado en una placita ubicada en ese lugar, en una estatua de bronce.

Lo que es seguro es que todos, todas y todes, ese millón de seres, han experimentado lo que el can sintió diez años antes de su muerte: una pérdida irreparable.

Tal vez algunos piensen que Hachiko era propiedad del famoso actor Richard Gere debido a la película Siempre a tu lado (Lasse Halström, 2009) que, a la vez, es un remake de Hachiko monogatari (Seijiro Koyama, 1987). Pero lo importante no son las películas sino el dueño, Hidesaburo Ueno quien realmente existió y fue profesor de la Universidad de Tokio, y su perro akita, Hachiko.

Desde el día siguiente que el buen Ueno falleció, su perro Hachiko agarró sus cuatro patas y fue a esperarlo diariamente durante 10 años a la estación de Shibuya, sentadito en el lugar en donde hoy se encuentra su canina estatua, tal y como aguardaba a su amo cuando regresaba del trabajo y descendía del tren. La fiel mascota siguió ahí hasta que la muerte lo sorprendió y, algunos dirían, se encontró de nuevo con su dueño –en el más allá.

No creo que, como quisiéramos creer, el perro haya hecho guardia como “homenaje” a su dueño muerto (porque, dicho sea de paso, no lo llevaron al entierro y al can no le consta que se murió), ni creo que su amo le haya quedado a deber dinero. Lo que sí es que seguramente Hachiko abrigaba en su corazoncito canino la esperanza de que Hidesaburo volviera a descender del tren, como todos los días, salvo los fines de semana –que no se qué haría.

Este no es un ensayo sobre psicología de perros, pero Hachiko representa qué sucede cuando se pierde algo para siempre; qué es lo que sigue en la vida.

Los humanos que conocen la historia de Hachiko racionalizaron su conducta y se puede leer en las monografías que esa mascota “representa dos valores esenciales de la cultura japonesa: la lealtad y la perseverancia” –aunque seguramente el perro lo vivió como una cuestión de costumbres, no de valores. Pero eso no importa, el chiste es que la historia nos arruga el corazón.  

Y aunque parezca cosa obvia, lo primero importante es recordar que la historia de Hachiko es tan conmovedora porque conocimos lo que tuvo y lo que perdió. Conoció el amor correspondido de una persona, pero un día se desvaneció en el aire. Evidentemente, para una mascota, perder la existencia de su amo es algo definitivamente desastroso. Para los humanos, perder cualquier cosa o ser o condición que amemos o que deseemos nos provoca duelo, tristeza, abatimiento y con frecuencia depresión, inmovilidad y sentimiento de victimización.

Bien dicen que “nadie sabe lo que tiene hasta que lo ve perdido”. De la misma manera, nadie se entera de lo que pudo tener si nunca lo ha experimentado.  El hijo que ha sido permanentemente maltratado no sabe qué es vivir con amor. Pero si un día le falta el mal trato, lo buscará porque lo extraña. ¿No es una estupidez que busque lo que lo hacía infeliz? No. Porque él no sabía que era infeliz. Simplemente la vida era de maltrato.

Quien nunca ha vivido en democracia, no extraña ese sistema político. Quien nunca ha vivido en el Estado de derecho no extraña el imperio de la ley.

Algo muy distinto a lo mencionado es anhelar algo nuevo y diferente, como lo hacen todos los jóvenes, pero en ese caso, lo peor que puede ocurrir es que nunca obtengan lo que deseaban y, sencillamente, se conformen con su prueba de realidad cuando alcancen la edad madura. Y siempre pensarán que lo que anhelaban era una fantasía inalcanzable –como sacarse la lotería.

El dicho dice “quien no tiene y llega a tener, loco se quiere volver”. Pero, inversamente, ¿qué responsabilidad tiene quien sí tenía algo y pierde una parte o todo por razones ajenas absolutamente a su ser? Por ejemplo, tener una vida espléndida (o normal al menos) y de pronto perder todo por ser judío y que al dictador no le agradan las personas de ese origen. O por un virus mundial que acabó con la familia. O por un accidente en la Línea 12 del Metro que acabó con la vida del padre de familia o del hijo.

Cuando algo se pierde a causa de algo tan fortuito, todo estaba fuera de nuestro control. Pero en muchas ocasiones, perdemos el status quo porque la situación es insostenible y consciente o inconscientemente, hacemos lo necesario para perderlo.

Muy egoísta es el pensamiento de quienes dicen, bajo esa circunstancia: “Pues perdió sus privilegios. Qué bueno”. Esa línea de pensamiento no merece una línea más de reflexión aquí.

En 1969, Elisabeth Kübler Ross escribió que quien tiene duelo pasa por cinco etapas: negación, ira, negociación, depresión y aceptación. Asumiendo que tiene razón ¿Qué viene después?

Hay muchas formas de definir el duelo, pero yo encontré una francamente estremecedora escrita por Béla Braun cuando refiere: “…ese pasado, debo confesar, me seduce más que la idea de cualquier futuro”.

Así que no sólo es perder algo o todo, sino quedarnos estacionados en la percepción de que no importa lo que venga, ya nunca podrá ser igualado y mucho menos superado en el futuro.

Para que la persona que pierde algo o a alguien siga adelante y llegue a la etapa de aceptación, es necesario que reacomode su vida entera, ya que no solamente tiene que rellenar el hueco de quien se fue o de lo que ya no tiene sino de la idealización de eso que tenía. Es una doble pérdida.  

Y luego, tiene que haber una prueba fehaciente de que el futuro vale la pena. Que merece el esfuerzo levantarse cada mañana después de que suena el despertador porque “puede ser un gran día”, como canta Serrat.

Se puede perder la salud, el trabajo, el ingreso, a alguien amado, las posesiones materiales. Pero nadie nos puede quitar el tiempo que tenemos por delante. Si nos dijeron que tenemos cáncer, nadie nos puede quitar el tiempo que nos queda de vida. Así sea un minuto. Y aunque suene cruel, en cierto sentido de manera automática disfrutaremos más intensamente la vida porque sabemos que nos queda menos tiempo del que creíamos.

Ahora bien, si somos lo suficientemente afortunados para que a estas alturas no nos hayan diagnosticado una enfermedad terminal, pues entonces brinquemos de alegría y llenemos los huecos de tiempo de nuestras inseguridades con cosas importantes como estar al pendiente de la gente que queremos o irnos a hacer análisis de laboratorio para saber si hay que tomar cartas en el asunto, que tal vez desconozcamos.

Cuántas veces nos quejamos amargamente del trabajo que tenemos, pero el día que lo perdemos ¿acaso nos ponemos a brincar de alegría? No. Se nos olvida absolutamente si el trabajo era monótono, si los jefes eran ineptos y autoritarios, si había que madrugar para llegar a tiempo, si otros se paraban el cuello con lo que hacíamos, si nos echaban la culpa de las cosas que salían mal, si nuestros colegas nos envidiaban y nos hacían la vida de cuadritos. Y en realidad, lo que extrañamos no es el trabajo, sino la quincena. De ahí que sea más fácil plantearse cómo sería posible ganar el dinero para vivir sin tener que padecer una situación laboral como la que nos fastidiaba.

Lo mismo en el matrimonio. Lo mismo en la política. Cuando perdamos algo pensemos, pues, a qué costo vivíamos acostumbrados a una vida que verdaderamente no nos agradaba tanto o no era perfecta.

Efraín Bartolomé en Educación emocional en 20 lecciones dice que vivir en el pasado o en el futuro es irracional. Es una forma de neurosis que, a la vez, la define como el hecho de que gente inteligente de pronto se comporte de manera estúpida. Mientras idealizamos lo que perdimos, seguimos viviendo en el pasado, es decir en esa neurosis, es decir en la fantasía, es decir en la depresión y sobre todo con ese miedo de Béla, que seguirá seduciéndonos más que el posible futuro.

No obstante, perder algo o a alguien es la manera forzosa de empezar a ver un mundo que de otra manera no íbamos a conocer, sobre todo, pasado el llanto y el coraje, es la oportunidad única de pensar todas y cada una de los detalles que no nos gustaban de la situación que vivíamos antes de nuestro duelo.

Y de ahí, pasamos a la gran pregunta ¿qué nuevo sentido le podemos dar a nuestra vida?

Angel era un ingeniero muy exitoso. Estudió ´fotogrametría (para hacer mapas) y logró ser pieza clave en la elaboración de la cartografía de México en los años setenta, en la institución que se formó para ello y que hoy es parte del INEGI. A los 53 años de edad tuvo dos accidentes vasculares cerebrales los cuales le resetearon el cerebro. Se acabó la persona que era. Nunca pudo volver a hablar de corrido.

Su familia fue su red de protección para no irse de bruces contra el suelo y morir de depresión. Y el sentido que le encontró a su vida fue la carpintería y la ebanistería. Esa fue su nueva misión. Pareciera que no tenía nada que ver con lo anterior. Pero todo lo que vivió logró plasmarlo en los muebles y las artesanías que hizo porque lo vivido nunca, nunca, nunca es tiempo tirado a la basura.

De manera que parece que la mejor forma de empezar a caminar una vez que se pierde algo es empezar a vivir en el presente y encontrar una hebra qué jalar. Encontrarle sentido a la vida. ¿En dónde? En lo que siempre quisimos hacer y no habíamos tenido tiempo. En estar pendiente y cerca de las personas que están a nuestro alrededor. Porque el único hueco que hay que rellenar es el del tiempo. Y a quién y cómo se lo damos. Nada más y nada menos.

Hoy hay muchas formas para perder el tiempo. Pero otras tantas para ganar la nueva vida. La que no conocemos. La que, con frecuencia, tenemos que vivir dadas las circunstancias y a fuerzas.

Si usted es un perro y está leyendo esto, tal vez le baste vivir en el deber ser y quedarse como Hachiko (y ahí sigue su estatua) esperando el retorno de su pasado muerto.

Pero si usted es humano o humana o humane, como seguramente es, cada minuto, a partir de ahora, le va a cambiar la vida porque es nuevecito y porque, afortunadamente, ya nunca se puede devolver.  

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Lo que no se dice

La historia de Amado y Agustín

Ilustración: Gorka Olmo @gorkaolmo

La discapacidad está en nuestra actitud, no en nuestra edad o nuestras limitaciones físicas.

A principios del siglo pasado, en un soleado pueblo de Morelos, cerca de Yecapixtla, Rosalba y Facundo tuvieron un momento de inmensa felicidad: nació su primer hijo y fue varón. La luz de ese sol iluminó su rostro hasta que, unos minutos después del alumbramiento, la tristeza los invadió. El bebé no tenía cinco, sino seis dedos en la mano derecha.  

Facundo recordó de inmediato que él se burlaba de la deformidad del hermano de Tía Nacha. Era la misma: seis dedos en una mano. No cabía duda. Era un castigo divino.

Rosalba y Facundo desearon que su hijo fuera aceptado, por eso le pusieron Amado. Y lo llenaron de cariños y mimos. Desde muy pequeñito, Amado aprendió que bastaba que extendiera su manita para que sus seis deditos hicieran el milagro de conseguir lo que deseara con sus papás, a la hora que quisiera. Ellos consideraban que el pequeño todo se merecía, ya que era deforme debido a sus malas acciones. Ellos tenían la culpa.

Amado creció guapo y tuvo cinco hermanas menores. Todas debían atenderlo. Una vez ellas le preguntaron a la Tía Margarita: ¿Por qué debemos obedecer y consentir a Amado, si es presumido y majadero? Y ella respondió: “Porque es hombre y lo conocimos primero”.

Amado nunca necesitó trabajar ni estudiar. Un médico le ofreció amputarle gratuitamente el dedo que le sobraba con una operación sencilla. Pero sus seis dedos le dieron durante toda su vida la justificación perfecta para estirar la mano y obtenerlo todo.

En la escuela, Amado molestaba a Agustín porque tenía las piernas muy muy muy chuecas. Y es que, en la Revolución, los del Gobierno pensaban que todos los que se vestían de calzón blanco de manta eran zapatistas y, en una ocasión, cuando Agustín se escondía de los federales con su familia en una cueva, se le cayeron unas piedras en la cadera y lo dejaron tullido para siempre.

Agustín se reía de las burlas que le hacía Amado, pero nunca le contestaba. Al fin y al cabo, ambos eran compañeros del mismo dolor. Ambos tenían una deformidad física que marcaría su existencia.

Aureliana y Genovevo, los padres de Agustín, se afligían porque a su pequeño hijo le costaba mucho trabajo caminar. Usaba una silla como bastón. Nunca podría ir trabajar al campo. ¿Qué iba a ser de su vida? De todos modos, decidieron que Agustín no merecía su compasión. Y, ante la mirada atónita de los vecinos, empezaron a tratarlo como a sus demás hermanos.

Con los años, Agustín se volvió el barbero del pueblo. Los fines de semana, todos los caballeros iban con él a rasurarse y a hacerse casquete.  Y como el pueblo está al pie de un cerro, un día el peluquero dedujo que tenía una acústica privilegiada. Así que, con el producto de su trabajo compro un altavoz, un amplificador y un micrófono y creó una especie de radiodifusora.

Todas las mañanas, antes de iniciar la barbería, Don (se convirtió en «Don») Agustín anunciaba con su sonido que en la casa de Pedro Peña había habido matanza y ya estaba lista la carne de res fresca y la cecina y en la casa de Don Luis Amaro había carne de cerdo. Invitaba a todos a “encaminarse a comprar la suculenta carne” y mientras, dedicaba unas mañanitas a quienes ese día cumplían años –que los seres queridos de los festejados le habían “mandado poner” en su tocadiscos viejo pero muy sonoro.

El peluquero-locutor-radiodifusor también reportaba que en el campo había aparecido una vaca pinta, por si alguien la había perdido –era como el noticiario local. De esa manera Don Agustín, el emprendedor «güilito», cobraba pauta publicitaria, daba noticias, hacía mercadotecnia y cortaba el cabello.

En cambio. Amado nunca trabajó. ¿Para qué? Tuvo una esposa y unos hijos que lo abandonaron porque se hizo alcohólico. El único dinero que llegaba a sus manos lo gastaba apostando en los gallos y un día hasta se lo llevaron a la Penitenciaría.  Claro que ese día, la tía Margarita logró que lo liberaran pues fue a pedir clemencia por él, con sus 85 años a cuestas.

La discapacidad no se encuentra en las limitaciones físicas, sino en nuestra actitud y en la manera como nos forman y nos formamos. Si nuestras limitaciones mentales y psicológicas como la ansiedad, la depresión, la inseguridad o la culpa se reflejaran en nuestro estado físico, muchos andaríamos por la vida sin un brazo, sin piernas, incluso arrastrándonos por el suelo o sin cabeza, como pollos.  

Adicionalmente, de manera muy lamentable a los adultos mayores los consideramos como discapacitados por su edad avanzada. Los discriminamos porque a medida que pasan los años, sus limitaciones físicas sonmás abundantes. Hasta hace poco, se creía que las neuronas “se morían” y no se regeneraban. Era un dogma que, al envejecer, las personas iban perdiendo capacidades hasta quedar casi como retrasadas mentales.

No obstante, Rita Levi-Montalcini explica en El as en la manga que hoy se sabe que la plasticidad cerebral permite que las ramificaciones neuronales sigan creciendo aun en edad avanzada y que es entonces cuando la creatividad del ser humano es mayor.

Existe una relación directamente proporcional entre sobreproteger a los hijos –como hicieron con Amado– y hacerlos personas inútiles, a quienes luego les costará mucho trabajo desarrollar su autosuficiencia e independencia material y emocional, ya en la edad adulta.

México está lleno de mamás consentidoras que alimentan el machismo de sus hijos, que no permiten que entren a la cocina a calentarse una tortilla, razón por la cual el resto de su existencia viven asumiendo que una mano femenina debe hacerlo, por la sencilla razón de ser mujer. Y también debe realizar todas las labores del hogar o “educar a los hijos”.

Pero tenenmos esperanza: las 22 medallas mexicanas en los juegos paralímpicos de Tokio en realidad fueron 66. Porque los papás y las mamás de esos atletas fueron igualmente ganadores. En lugar de victimizar a sus hijos, en lugar de deprimirse sin remedio por las limitaciones que tienen, los hicieron competitivos y les ayudaron a encontrarle sentido a la vida, como le sucedió a Don Agustín, el microempresario.

De la misma manera, ojalá empezáramos a dejar de sobreproteger a nuestros ancianos y les permitamos seguir haciendo todo lo que les gusta. Y como sociedad, deberíamos encontrar actividades productivas en las cuales podamos aprovechar su infinito conocimiento, su sabiduría y sus habilidades. Son fuerza productiva y ellos desean seguir formando parte de la sociedad. Ellos deben seguir siendo parte del equipo. No son un florero ni una maceta del corredor. ¿No escuchan bien o no tienen dientes? Busquemos una prótesis.  No los excluyamos. Armémonos de paciencia y que sigan a nuestro lado.

Ahora que está tan de moda el lenguaje inclusivo para todas las modalidades de preferencias sexuales, habríamos de tener acciones inclusivas para todos nuestros adultos mayores.  

Y en todo esto, ni las instituciones, ni las escuelas, ni el gobierno tienen mucho que ver. Son cosas que deberíamos pensar en el momento mágico en que escuchamos el primer llanto de nuestros hijas e hijos, después de la dulce espera del embarazo y cuando miremos los ojos hundidos de nuestros ancianos, llenos de recuerdos, canciones, sabiduría y mucho sentido el humor.

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Nación

¿Qué puede salir mal? Tres ideas postpandemia para salir adelante

Los mexicanos de oficio

Maestro artesano Francisco Martínez, Santa Clara del Cobre. Foto: Mexico Travel.

Estoy en la edad en que se están muriendo las personas que fueron referentes de mi generación. Naturalmente entonces, ellas y ellos nos están dejando al mando del barco, del mundo.  Se acabó eso de que éramos los “jóvenes del futuro”. Ahora somos los adultos del presente.

Ahora bien, no sólo las personas desaparecen. También las costumbres y las percepciones de la realidad se van. Las ilusiones de los jóvenes cambian.

Cuando era niño, en los setenta, México era el país que recibía a los exiliados latinoamericanos que huían de las dictaduras de sus países de origen. En México había guerrillas y en Centro y Sudamérica los gobiernos militares violaban los derechos humanos ¡más que aquí!  

El gobierno priista de Luis Echeverría tenía tintes izquierdosos. Nadie (o poca gente) se ofendía porque el Presidente fuera amigo de Fidel Castro, porque mucha gente simpatizaba con la revolución cubana, que entonces se percibía como un éxito total. Mucha gente simpatizaba también con el régimen socialista encabezado por la URSS.

¿Qué podía salir mal? Se supone que no había propiedad privada ni privilegios y el Estado era equitativo en la repartición de la riqueza nacional. No había ricos pero tampoco pobres extremos. Todo mundo iba a la escuela y estudiaba y comía. La verdad, era una utopía que sonaba muy bien.

Las cosas no salieron bien porque no encontramos quien pagara ese Estado tan grandotote en un entorno en que las empresas podrían estar ocupadas en abastecer el mercado pero la verdad es que eran ineficientes. En esa época conocimos algo que hoy no han vuvido la nuevas generaciones: la inflación. Y México se endeudó, en exceso. Y amarramos la economía al petróleo.  

Fue hasta que inició el gobierno de Miguel de la Madrid, en 1982, que México empezó a adoptar el modelo económico de apertura comercial.

¿Qué podía salir mal? Cada país entraría en su nicho como productor de bienes y servicios donde fuera más competitivo y la competencia haría que los proveedores vendieran cada vez más barato y ofrecieran productos y servicios de mejor calidad, en beneficio de los consumidores. El Estado se haría pequeñito y sólo sería una especie de árbitro que intervendría cuando las fuerzas del sabio mercado mostraran imperfecciones.

Las cosas no salieron bien porque ni en la primera época ni en la segunda se frenó la corrupción. Y ningún modelo económico puede salir bien si hay corrupción. El mercado favoreció a la gente con más recursos y dejó a la deriva a las personas que carecían de la preparación o los recursos para ser “competitivos”. Y para colmo, cuando vino la tan ansiada alternancia política en la Presidencia, se rompió la estructura política que había mantenido en el poder al PRI 70 años y los gobernadores, ajenos al poder federal del PAN, comenzaron a permitir que el narcotráfico creciera en sus localidades.

Ahora se supone que la oferta política primordial es acabar con la corrupción. ¿Cómo? ¿Fortaleciendo el Estado de Derecho? ¿Aumentando las sanciones contra quienes delincan? ¿Haciendo más ágil la captura de los delincuentes? ¿Disminuyendo la discrecionalidad en las compras públicas? ¿Haciendo licitaciones más transparentes y evitando las adjudicaciones directas? ¿Elaborando mejor las carpetas de investigación? ¿Haciendo más expeditos los procedimientos judiciales? La respuesta es NO y siete veces no.

¿Qué puede salir mal? El Presidente es honesto, probo e incorruptible y la consecuencia obvia, lógica e inmediata (desde el 1 de diciembre de 2018) es que la rectitud de Primer Mandatario “permeará, derramará y goteará” hasta el último agente del ministerio público, policía de crucero, agente del ministerio público, secretario de juzgado, diputado, gobernador, presidente municipal, “servidor de la nación”, director de adquisiciones de cualquier dependencia federal, estatal o municipal, diputado, juez, senador o gobernador.

¡Qué coincidencia! En eso, la receta es igualita a del “neoliberalismo”.  Aunque en ese entonces el resultado iba a ser económico: los gobernantes decían que el bienestar iba a “derramarse” a “gotear” y “permear” (como hoy la honestidad y la paz) una vez que el mercado empezara a rendir los deseados frutos de la buena vida para quienes hacían negocios y eso llegaría hasta los estratos más pobres de la sociedad. Justo como ahora debería estar ocurriendo con los abrazos y la probidad presidencial, que debe embarrar a todo el país.

Llevamos cuarenta años ilusionándonos con los políticos como cada vez que juega la Selección Nacional de futbol (o yo, el Cruz Azul). El error ha sido en confiar en que el gobierno va resolver todo con sus recetas maravillosas. En 2017, yo personalmente oí decir en París al mexicano José Angel Gurría, entonces Secretario General de la OCDE, que había que reconocer que el modelo de apertura comercial y de libre mercado que habían seguido los últimos 30 años muchas naciones le habían quedado a deber a la gente más pobre.

Francamente, no conozco el modelo económico que debemos seguir para aumentar el bienestar de todos, pero tengo unas ideas para compartir con ustedes:   

La única manera de que las cosas salgan bien es que empecemos por estar bien nosotros. Un buen comienzo es dejar las adicciones que nos empobrecen y minan nuestra salud: al azúcar, a las harinas refinadas, a la comida chatarra, al refresco, a todo tipo de drogas y a pedir prestado o pagar a plazos –esas también son drogas, ya lo decía el anuncio, “vive sin drogas”.

Ya quedó claro que el gobierno no nos va a venir a salvar de las enfermedades metabólicas, las famosas comorbilidades, y menos del sobrepeso, la obesidad, la hipertensión o la diabetes.

La primera parte de nuestra vida, somos presa de la comida chatarra y el resto de nuestra existencia, de las medicinas (y las farmacéuticas) contra los efectos del sobrepeso, la obesidad, la hipertensión y las enfermedades metabólicas.

El chiste no está en curarnos, sino en no enfermarnos.

Ahora bien, vivir ansiando consumir y gastando garantiza la esclavitud de pagar con intereses y de nunca, nunca, nunca, NUNCA llegar a la satisfacción porque la moda siempre impondrá un nuevo modelo de lo que sea. El consumismo es la insatisfacción garantizada. De hecho, en eso se basa. No me acabo de comprar esto que ya estoy pensando en comprar el que sigue. Aunque lo deba.  Se trata de comprar chatarra (como las bolsas de plástico, que se usan tres minutos y nunca, nunca, nunca, NUNCA se desintegran).

Ni el gobierno ni el Presidente, ni Morena ni el PRI ni el PAN ni NADIE van a venir a pagar nuestras deudas. Aunque nos den dádivas. Si nos endeudamos no nos alcanzará ni para consumir todo lo que vemos en la tele ni para pagar nuestras infinitas deudas. Es un barril sin fondo y está diseñado para eso: para no pagar nunca. El Himno Nacional debería decir: “Y un deudor en cada hijo te dio…”—en lugar de un soldado.

A lo mejor con buena salud y viviendo de lo que ganemos sin pasarnos de nuestro presupuesto empezamos a ser un poco más felices. De paso vamos a empezar a cuidar al planeta. Al cual ya nos estamos acabando.

Y luego, no hay otra manera de avanzar que con la ayuda de los demás. Sobre todo cuando ni “presupesto” para sobrepasar tenemos. A lo mejor en otras sociedades el esfuerzo personal es muy premiado. En esta no. Aquí, hay que conocer a la gente, de todos lados, para avanzar y la pandemia nos ha recordado que solos no podemos, necesitamos a la familia, a los conocidos, a los amigos. Aquí el self made man o woman no existe.

Claro que eso no es malo: aquí no se muere ningún anciano solo, abandonado, como en Europa –en Francia murieron en 2003 más de 10 mil personas adultas mayores en 15 días, muchas de ellas abandonadas en sus domicilios, a causa de la canícula. Ahora, con la pandemia, estamos recordando la lección del terremoto de México en 1985: unidos somos mucho más poderosos y si nos quedamos esperando al gobierno, nos vamos a quedar sentados. La experiencia de salir adelante y de seer solidarios debe ser colectiva, no puede ser individual.

Finalmente, en este país deberíamos apostarle a los oficios. No necesitamos a un ejército de licenciados en relaciones internacionales o en derecho con carrera trunca que terminen manejando un Über o revendiendo chácharas chinas de contrabando en el tianguis.

Lo que necesitamos en reconocer y mejorar la calidad de quienes desarrollan oficios desde tiempos inmemoriales. Los artesanos, los cocineros, los creadores, los artistas, quienes se forman en los talleres. Debemos dar el mayor reconocimiento social (Como en Francia a los meilleurs ouvriers de France) a los maestros taqueros, cocineros de barbacoa, de cochinita pibil, alfareros, pero también plomeros, técnicos en máquinas herramientas, herreros, carpinteros o agricultores.

Ya que las recetas políticas no han servido, mejor cuidemos nuestra propia salud, nuestra exigua economía familiar y convirtámonos en mexicanos felices. En mexicanos de oficio. Y sumemos fuerzas. Lo demás, las promesas políticas, son lo de menos y se las llevan los sexenios, los temblores, las inundaciones y la negligencia.  

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Nación

¿Viva «México»?

Cuando era niño viví en Francia y fui a una primaria con otros niños extranjeros. Un día la maestra pidió que entonáramos el himno nacional de nuestro país. Todos los niños se miraron extrañados. El japonés se supo una estrofa del ‘Kimigayo’. Yo fui el único que me supe seis o siete estrofas del Himno Nacional y hasta el toque para izar la bandera y Lorito toca la marcha que le marcó el General.

Yo pensé que la maestra me iba a felicitar. Cuando teminé mi patriótico canto, unos niños estaban serios y otros indiferentes, pero el rostro de la maestra adquirió un aspecto sombrío. Tuvieron que pasar algunos años para que yo entendiera que en Europa, y en Francia particularmente, el nacionalismo y sus expresiones les remiten al nacionalsocialismo.

Y ustedes dirán: «pero los franceses entonan La Marsellesa con mucho patriotismo». ¡Ah, sí! Pero ese himno es precisamente el canto que adoptó la resistencia francesa en contra de los nazis.

Como lo recuerda el profesor Rafael Segovia en La politización del niño mexicano, desde pequeños los niños de México somos objeto de una educación que nos lleva a sentirmos «orgullosos de nuestra patria» y a conmemorar el 15 de septiembre como si fuera el verdadero cumpleaños de nuestra Nación Mexicana.

Todos sabemos que nada tiene que ver una persona indígena rarámuri con un criollo yucateco o un chilango de Iztapalapa. Lo que nos une es ese pegamento cultural inventado que se llama nacionalismo hecho de los símbolos nacionales, fabricados hace ya muchos años. Bastante guangos estaban a mediados del Siglo XIX. Tal fue el caso que la mitad del territorio del México independiente fue a parar a los United States of America.

Después de la Revolución Mexicana, hubo un esfuerzo consciente del Estado y su gobierno «mexicano» por fomentar ese pegamento cultural que unificara a personas que no tenían nada que ver entre ellas, pero que compartían lo que había quedado del «territorio nacional» después del convulso Siglo XIX.

Es curioso que celebremos el «aniversario de nuestra independencia» no con alusiones prehispánicas (así fueran nahuas para que fuera una sola) sino que nos emocionamos con el resultado de la fusión cultural de esas etnias originarias con las costumbres adquiridas en «500 años de dominación española».

Las instituciones, como nos recuerda Beatriz Zepeda en Enseñar la Nación, han sido pilares fundamentales para difundir entre la gente –empezando por los niños–, esta idea de «Nación mexicana» y sus símbolos como el verde, blanco y rojo, la música vernácula (¿de mariachi?) y la gastronomía tradicional «mexicana».

Recuerdo que una vez en el País Vasco me decepcioné porque en la calle se me atravesó una banda de músicos españoles que tocaba igualito que la de la Mixteca o la de Tlayacapan. Dicho sea de paso, no por casualidad la oaxaqueña y la morelense entonan «Dios nunca muere» y la música de «los chinelos» y no himnos aztecas de pitito y tambor.

También se siente raro que en la Medina de Marrakech o en el mercado de Granada, en Andalucía, se sienta uno como en el Mercado del Parián en Puebla y caiga en cuenta de que la Talavera no era un invento «mexicano».

Entonces, estamos de acuerdo con que el México que celebramos el 15 de septiembre es un invento confeccionado por múltiples tradiciones, que a la vez se originó cuando la élite gobernante se dio cuenta de que, o fabricaba y promovía un pegamento cultural, o el Estado mexicano se les iba a seguir desintegrando.

Y si no, pregúntenle a los yucatecos con sus afanes separatistas, como los que en su momento tuvieron los mexicanos de Tejas, hoy Texas, hoy Estados Unidos de América.

Sin embargo, hay un pero. Esas sabrosas (porque el 15 de septiembre se idemtifica con cosas así) tradiciones tienen mas de cien años. ¿Son aún suficientes para sentirnos orgullosos? El México posrevolucionario era aún rural y Lorenzo Rafail y Maria Candelaria eran aún un referente que la gente podía mirar en su propio entorno y sentirse orgullosa de ellos. Hoy, ese mismo México lo vemos, si acaso, en un paseo para turistas en las trajineras de Xochimilco.

Hoy vivimos en un México que es un paso de migrantes de todos lados que desean ir hacia Estados Unidos. Un México en el que los jóvenes del campo del sur del país van a bailar corridos norteños ataviados con una gorra que dice Nike. Un México de fosas clandestinas en donde existen numerosos territorios en los cuales grupos ajenos al Estado imponen la ley. Un México eminentemente urbano, con un campo empobrecido y contaminado. Claro que nuestro país es mucho más que eso, pero tampoco era todo ello cuando se inventó corear «¡Viva México!» en estas fechas.

Por otro lado, el Gobierno siempre había hecho esfuerzos (aunque sea de dientes para afuera) por fomentar la unidad nacional, así fuera con símbolos heredados de una élite del pasado.

Pero en este México de hoy, de manera inédita, desde las más altas esferas del poder se fomenta la división. Se promueve la idea de que este es un país de «ustedes los ricos, nosotros lo pobres» y de que el verdadero y nacionalista mexicano no puede ser conservador, ni «neoliberal» (aunque el mayor héroe –Benito Juárez– sea liberal, con lo cual el presidente vendría a ser neo-liberal) y que esas ideologías son sinónimo de corrupción.

Este ya no es el México de todos, sino sólo de aquellos que no son entreguistas fifís ni comulgan con ideologías extranjerizantes que se enseñan en escuelas colonialistas.

Que nos pidan perdón los españoles por 500 años de atrocidades pero sigamos comiendo barbacoa de chivo al son del Mariachi y enarbolando la bandera que lleva los colores de los chiles en nogada.

Es sabido que quien divide vence. Aunque nos pese, este es el México de las buscadoras de desaparecidos, de los narcos, de los migrantes pateados, de los «delincuentes organizados», de los mexicanos que se fueron de ilegales y ahora mantienen este país, de la Patria a la que ya se le acabó el petróleo, de la nación con 268 mil muertos por Covid. Es el país en donde las personas menores de edad ya reclaman que se les llame «compañere» y en el que siguen muriendo personas atrapadas en las aguas negras de un río que se desborda por decisiones negligentes o en los fierros retorcidos de un transporte colectivo que se colapsó por las mismas causas.

¡Viva ese México! El México de nuestros problemas. El México que tal vez necesite nuevos símbolos patrios, pero nos necesita unidos. Y allá nosotros si seguimos por el camino de vernos diferentes a otros mexicanos, porque ese sendero nos conducirá a que un día nos amanezcamos con un rompecabezas roto, como les ocurrió en los Balcanes después de la caída del Muro de Berlín.

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Lo que no se dice

Domingo siete

Los padres también tenemos responsabilidad en el embarazo adolescente.

Hay frases que nunca se deben pronunciar. Por ejemplo, cuando te enteras que tu novia está embarazada: “¿…Y sabes de quién es?” o “Ushhh… Tienes un problema…”

Pocas situaciones son tan angustiantes para los adolescentes como un embarazo a esa edad. Para empezar, el mundo se le viene encima a la futura mamá. Muy probablemente, apenas en fechas recientes comenzó a descubrir el ejercicio de su sexualidad y por lo tanto las sensaciones de este tipo de contacto en su propio cuerpo.

Pero “quedar embarazada” o “salir con su domingo siete” es un dedo flamígero que apunta, que condena y que no pasa de moda. Por si fuera poco, y antes siquiera de comenzar la reflexión de las implicaciones sobre su propia vida, no falta quien dispara el obús que completa las frases citadas: “se va a tener que casar”.

En la soledad del baño, con el cuerpo helado de sudor, la adolescente mira de reojo la prueba del minuto. Positivo. Debe haber un error. Positivo. Qué van a decir mis papás. Positivo.¿Y mi futuro? No tan positivo… ¿Y el papá? Negativo.

Es una de las situaciones más vulnerables en que se puede encontrar una persona. Es una verdadera paradoja existencial. Por una parte, sentir el deseo profundo de quitarse la vida, al tiempo que en las entrañas crece una nueva existencia. Deseo de morir por fuera. De que la tierra la trague, de que nadie se entere, de no pensar en ello como si la negación tuviera propiedades abortivas.

Antes de cualquier intervención quirúrgica, es necesario intervenir psicológicamente. La visión de cualquier adulto dista mucho de lo que pasa por la mente de una adolescente embarazada.

Para empezar, la culpa. Esa pesada losa que cae encima de quien tiene que hacer público, de la peor manera, el ejercicio de su derecho a vivir la sexualidad. La circunstancia fuerza a que lo más privado se vuelva público. Lo que en el nacimiento de cualquier bebé es esperanza, luz, amor, cuarenta semanas antes es vergüenza, llanto, condena, culpa, arrepentimiento, ganas de morir.

Resulta que, en esas circunstancias adversas, el milagro de la fecundación se vuelve duelo. Y es necesario atenderlo. Es la infancia o la adolescencia o la expectativa de desarrollo profesional interrumpidos. Es un parteaguas en la vida. Ya nada será lo mismo.

Lo único que puede salvar de la caverna oscura de la depresión a una (o un) adolescente embarazada que decide continuar, como dicen los médicos “con el desarrollo del producto”, es la red que le puedan tender las personas que la aman y que están cerca de ella. Idealmente el papá de la criatura. Pero sobe todo la mamá. Idealmente sus papás. Y sus amig@s. Y sus parientes.

El Estado no puede sustituir lo que una familia –de la forma que sea– puede dar a una adolescente embarazada. Para empezar, orientación médica. Atención y apoyo. Cariño. Apapacho y autoestima. Diseñar un plan de vida. Cooperar. Ver para adelante.

Y cuidado. ¡Mucho cuidado con esas asociaciones privadas que “ayudan” a las madres adolescentes a tener a sus hijos para luego darlos en adopción! Un lugar en donde se atiende a una madre parturienta y luego se le insta a dar a su hijo en adopción se llama venta de personas. Punto. Qué ayuda para la mamá ni qué ocho cuartos. Son adopciones privadas, no reguladas, son lugares de venta de bebés. Y algunos de ellos, muy elegantes.

De por sí un embarazo no planeado es un drama. Pero por si fuera poco, yo no sé por qué existe en nuestra cultura la prisa porque los papás adolescentes (cuando el papá aparece) se casen, muchas veces incluso antes de tener a su bebé. Dos proyectos de personas uniendo sus vidas, unidos por la peregrina causa de un nuevo proyecto de persona que viene en camino.

Quienes tenemos hijos, y sobre todo, quienes nos hemos divorciado, sabemos que los hijos aumentan infinitamente nuestra capacidad de amarl@s a ell@s, pero no provocan que amemos o volvamos a amar automáticamente al(a) coautor(a) de sus días. Es decir, los hijos no sirven para pegar parejas que no están consolidadas o que apenas se están conociendo.

Nada puede ser tan grave que no pueda ser borrado con el nacimiento del bebé que viene en camino. Y si no, que digan lo que pensaron y sintieron al nacimiento de sus niet@s, las mamás y los papás que meses antes tacharon de putas a sus hijas.

Pero antes. Mucho antes. ¿Qué sucedió? La misma negación con que la adolescente embarazada suplica que con rezos o menjurjes desaparezca el huevo fecundado, es la que ostentan los padres antes de que su hija o su hijo tengan relaciones sexuales sin protección.

¿Saben los papás que sus hijos sostienen relaciones sexuales? O al menos, ¿saben con quienes salen? Cuántos papás y mamás le gritonean a los adolescentes que no les lleven a su casa amiguitas mocosas o chamacos novios mientras no sea “algo serio”?

La verdad es que a los catorce o a los quince años nadie piensa en la adulta seriedad de casarse pero tod@s (sí, tod@s)  piensan en la cachonda banalidad, muy real y apetitosa, de acostarse con alguien. En la secundaria, todos debieran saber cómo usar un condón y conocer otros mecanismos anticonceptivos. Pero sobre todo, platicar abiertamente acerca de los cambios que sufren en su mente y en su cuerpo. O al menos que tengan la información disponible y a un adulto de confianza a su alcance.

En cuanto a los novios, yo digo que es mejor conocer al susodicho o susodicha. Invítelos a su casa. Que tiene aretes en donde no se ponen los aretes. Que no hay evidencia de que haya usado un peine en los últimos meses. Que es una mocosa zorra y resbalosa. Que pervierte al querubín. Que en nuestras épocas las niñas no eran así. Que dicen groserías. Etcétera, etcétera y un larguísimo etcétera.

Si los padres aceptamos (con toda resignación y nuestra mejor actuación) conocer al noviecito o noviecita, l@s hijo@s no tendrán más remedio que verl@s en una dimensión un poco más real. Les quitamos el pretexto de que “no l@s comprendemos” o de hacer todo, todo a escondidas.

Eso sí, lo más probable es que a partir de los trece o catorce años, nuestr@s hij@s nos sometan a la pasarela de una fauna espeluznante, digna de Animal Planet. Pasarán ante nuestros ojos especímenes de los más diversos géneros.

Hasta que un día, nuestro hij@ comience a decidir, con estruendosas roturas de corazón de por medio (y en las que es importante que los papás estemos a su lado listos con el klínex), que no tiene más remedio que crecer y que nadie, pero nadie, está obligado a querer o a tolerar a quien no ama, a hacer las cosas a escondidas o a vivir el resto de su vida en una gran, adornada y colorida mentira.

Foto: http://www.natulinea.com/embarazo/embarazo-adolescente/

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Lo que no se dice

Después del padre

Tenemos la oportunidad histórica de se padres amorosos.

Con dedicatoria especial a Gustavo Flores Macías

 

Ayer fue día del padre. Las plazas comerciales estaban llenas de familias y, en esta ocasión, los papás seguramente cubrieron los gastos de sus propios festejos.

Todos sabemos que la madre es emblemática en nuestro país. Y que el padre es bastante ausente de las familias. Así que, ¿para qué sirve un papá?

Quienes confían a ultranza en la equidad de género dirán que puede servir para lo mismo que una mamá. Sin embargo, esto no es verdad.

Lo que sí es verdad es que difícilmente una persona puede sobrevivir o bienvivir sin mamá. Y cuando la madre falta, los papás tienen que volverse mamás.

Suponiendo que la mamá está presente, los papás dan desde el principio de la vida seguridad a las personas. Nos ayudan fuertemente a que desde pequeños nos queden claras las diferencias entre los hombres y las mujeres, a afirmar nuestra sexualidad y a determinar nuestra identidad.

El padre nos es tan necesario que, cuando oramos, con frecuencia, lo invocamos como una figura omnipotente a la cual le rogamos que nos bendiga con la gracia de su atención. Que voltee. Que nos vea. Que nos haga caso. Que nos pele.

En El malestar de la cultura, Sigmund Freud afirmó:

«Me sería imposible indicar ninguna necesidad infantil tan poderosa como la del amparo paterno […] La génesis de la actitud religiosa puede ser trazada con toda claridad hasta llegar al sentimiento de desamparo infantil…»

En una sociedad con una cultura política eminentemente autoritaria como la nuestra, esta imagen del padre también tiene sus expresiones. En particular, el gran tlatoani, el Presidente, el mandatario, el jefe del Ejecutivo es, llegado el momento, también una especie de padre que quisiéramos que volteara a vernos y nos concediera la gracia de su atención. Alguien de quien necesitamos su amparo.

A quien le parezca exagerado lo anterior, basta que se pare en un acto en el que se encuentre el Presidente de la República. La gente, de manera espontánea, le extiende la mano y desea saludarlo, tomarse una foto con él, tocarlo. No importa de qué presidente se trate.

Volviendo a la familia, los padres hombres dan seguridad. El amparo del padre, su aval, la palmada en el hombro, el abrazo efusivo de reconocimiento, encontrarlo para asegurar que no vamos tan mal, o que si todo sale mal hay alguien que estará, firme, listo para impedir que nos caigamos de bruces, son roles que resultan fundamentales para los hijos.

Por otra parte, si no conocemos lo que opina nuestro papá… a la hora que crecemos y somos adolescentes ¿qué imagen vamos a cuestionar para reafirmar nuestra propia personalidad como individuos?

Los papás somos espejo, que podemos ayudar a nuestros hijos a descubrir cuán poderosos y capaces pueden ser. Y también podemos acercarles los instrumentos para que ellos descubran la verdad. Su verdad. La verdad de su tiempo.

Millones de personas han tenido que vivir con la ausencia de su padre o, con mucha frecuencia, sintiendo que es prácticamente imposible darle gusto.

Cuántas veces el padre se convierte en la última instancia ante una madre temerosa: «ya verás cuando llegue tu papá… vamos a ver si convencemos a tu papá… deja en paz a tu papá…»

Así como la sociedad está avanzando hacia la democratización de los medios de la expresión pública, no podemos negar que también es más frecuente que hoy, en las familias, los hijos cada vez más pequeños tengan voz y voto y se tomen en cuenta sus opiniones como lo que son: seres sensibles y muy pensantes.

Cada vez es menos frecuente el esquema de que la decisión la toma el padre, y vía la madre, los hijos conocen la voz del Gran Jefe Toro Sentado (o güey aplastado en el sillón de la sala, que para el caso es lo mismo).  Hoy, los hijos participan en decisiones familiares y deben hacerlo cada vez más, al menos en lo que concierne a su propia vida.

La democratización de la vida familiar provoca, a la vez, ansiedad en muchos padres hombres. Se preguntan «¿Relajar los ritos no implica perder la autoridad sobre mis hij@s?»

La respuesta es simple. Hoy tenemos la oportunidad histórica de ser padres amorosos. Los padres no tenemos por qué dejar el monopolio de la ternura, el cariño y el apapacho a las mamás. Y no importa que los niños se retuerzan como cochinillas evitando el abrazo paterno.

Hoy, los papás tenemos la oportunidad maravillosa y magnífica de ser escuchas profesionales. De ser observadores apasionados de nuestros propios hijos. ¿Cómo vamos a decirles qué deben o no hacer o, mejor dicho, cómo vamos a influir sobre ellos si no conocemos sus gustos, sus preferencias, sus héroes? ¿O si no sienten la confianza de contarnos sus miedos, sus angustias o sus temores? ¿O si nosotros, los padres, constituimos el miedo más grande que ellos enfrentan?

Debemos estar preparados como padres para saber cuál es el superhéroe de Marvel que preferimos (si no se sabe ninguno, algunos son: Capitán América, Spiderman, Iron Man, Superman, Thor o Linterna Verde) o, llegado el momento, para explicar con tranquilidad por qué las tachas, o la mariguana, o la coca o el éxtasis o las bebidas energizantes «con taurina» son peligrosos y qué pueden provocar.

Se acabaron los papás mandones, esos que decían “porque lo digo yo”. Se acabaron los papás que no saben prender la computadora o que no saben quién es werever tumorro, o cómo se usan las redes sociales. El hijo de mi hermana le manifiesta su sentir así: cuando se enoja con ella, la saca de su Facebook y cuando se contenta, la vuelve a poner.

Ni las drogas, ni la manera de vestir o actuar que no nos gusta, ni los superhéroes cada vez más violentos, sólo por mencionar algunos elementos, van a desaparecer porque nosotros no queramos que existan.

Hoy tenemos la oportunidad de ser padres atentos y que nuestra autoridad (que conste que no somos “amigos” de nuestros hijos) derive, no de un autoritarismo lejano, sino de la práctica constante de conocerlos, apoyarlos.

Una vez que hemos dado la seguridad a nuestros hijos de que ahí vamos a permanecer, firmes y sólidos, nos moriremos de miedo y veremos cómo hacen sus primeros vuelos para que, cuando regresen con las alas raspadas, podamos tomarlos entre nuestros brazos, curar su heridas y lanzarlos al aire nuevamente.

Hasta que llegue el momento en que los veamos volar y alejarse lentamente hacia el horizonte.

 

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Lo que no se dice

¡Que me desconecten!

Preservar la vida es mejor que tratar de decidir sobre la muerte.

Hace años conocí a un hombre que advertía a su familia: «si un día tengo una enfermedad cerebral, que me desconecten, pues no quiero vivir limitado intelectualmente».

Ese hombre tuvo la desgracia de padecer un accidente vascular cerebral, conocido popularmente como «derrame».

Cuando eso sucedió, el hombre perdió el conocimiento. Pero los familiares ya sabían qué hacer. Resueltos, preguntaron al médico si iba a sobrevivir y, en ese caso, cuál era el pronóstico para sus facultades mentales.

El médico se encogió de hombros y sencillamente dijo: tenemos que esperar al menos 72 horaspara tener mayor certeza de que estará fuera de peligro de muerte.

Posteriormente, sólo la naturaleza, su condición física, o si lo prefieren, Dios sabe cómo va a evolucionar el paciente.

Pedir a los familiares que lo desconecten a uno es solicitarles que cometan un homicidio. Y normalmente ni los médicos ni los familiares mismos están dispuestos a perpetrarlo.

El enfermo permaneció en estado de coma durante un mes. Y una mañana, los médicos de terapia intensiva llamaron a su joven hijo y a su madre con urgencia. Ambos se miraron a los ojos y sospecharon que la espera había terminado; el paciente seguramente había muerto.

Al llegar al quinto piso del hospital, el médico salió a su encuentro y dijo a la mujer: «Señora, felicidades, su marido ya está respirando».

Meses después, el paciente, de 53 años, recuperó casi totalmente el habla, pudo volver a caminar y hasta se dedicó a su pasatiempo más querido: la carpintería. Antes, fue cartógrafo famoso, pero ahora se dedicó a elaborar relojes granados en caoba; muebles con hermosos tapices y alegres cuadros. Pudo volver a sentir el amor de su esposa, de su hijo y de todos sus seres queridos y vivió el nacimiento de su primer nieto. Disfrutó la comida que tanto le gustaba y algunos viajes.

Si lo hubieran «desconectado» nada de eso hubiera sucedido.

Diecinueve años después, el mismo hombre volvió a padecer otro accidente vascular cerebral. En esta ocasión fue lo contrario: un infarto cerebral.

En este caso, la lesión fue desastrosa y la secuela también. Estuvo dos días en el hospital. Al salir, ya no podía caminar. Nunca pudo volver a hablar. En adelante, su vocabulario quedó reducido a las palabras «mamá» y «no».

Durante ocho años, ese hombre, que hoy tiene cerca de 80 años, ha dependido al cien por ciento de quienes lo aman y lo rodean. Padece de incontinencia todo el tiempo; hay que limpiarlo cuando la inacción de los esfínteres sorprende. Como a un bebecito.

Es como la verdadera historia de Benjamin Button. Hoy, ese hombre que pesa 70 kilos y cumple su octavo decenio, es cada vez más pequeño y se comporta como un niño de meses.

Si lo hubieran «desconectado» nada de eso hubiera sucedido.

Antes bien, si el paciente hubiera controlado su presión arterial, tal vez nada, pero deveras nada de eso hubiera sucedido.

Cuando la gente muere trágica e inmediatamente, los deudos lamentan: «todo fue tan inesperado…» Pero cuando la gente, debido a la secuela de una enfermedad o un evento desastroso queda disminuida por años y años, queda en una situación ética muy parecida a la de quienes tienen hijos con males congénitos o síndromes como el de Down.

Todas las personas con discapacidad siguen siendo personas. Y la calidad de vida que tengan depende de quienes los rodeamos. Somos nosotros quienes nos tenemos que adaptar a su vida y no al revés. Ellos merecen vivir, prueba de ello es que sobreviven sin aparato alguno. Están vivos, piensan, sienten, aman, sufren, gozan, lloran. Aunque no caminen. O no hablen.
Una persona con discapacidad tiene una vida digna si quienes los amamos se las damos. No es una persona indigna porque llena de popó la cama. Ni porque deja de controlar la orina. Ni porque sólo balbucea. Ellos nunca pierden la dignidad. Y la de su vida, depende de nosotros.

Así que la próxima vez que piense que morir es lo peor que le puede pasar, piense dos veces.

Y la próxima vez que piense que es mejor que lo «desconecten», sepa que no sabe lo que dice.

Y la próxima vez que le parezca indigno que su persona querida se orine sin control o se cague en los pantalones, mejor acuérdese que su madre lo limpió amorosamente, cuando usted era pequeñ@.

Y si piensa que esta es un historia ficticia, recuerde que esto puede suceder en su familia esta misma noche: Por eso, siempre será mejor hacer lo necesario para tener una mejor vida, que tratar de decidir sobre la propia muerte.

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Lo que no se dice

¿Mundo de caramelo?

Todos tenemos derecho a encontrar nuestra libertad interior.

COLUMNISTA INVITADA

Por Liliana Ponce Gutiérrez*

“Mamá, ¿Qué es negligencia?” me preguntaba mi hija Paula mientras escuchábamos las noticias en el radio de regreso a casa, un día como cualquiera, en un trayecto rutinario como tantos otros pero que al final del día, agradecí haber vivido.

Negligencia: «Falta de cuidado o interés al desempeñar una obligación», dice el diccionario. No fueron mis palabras precisas al explicarle a Paula a lo que se referían en el noticiario de Salvador Camarena (WRadio), cuando hablaban de la tragedia de la guardería ABC en la que murieron 49 niños y 70 más sobrevivieron con graves afectaciones físicas y emocionales, el 5 de junio de 2009 en Hermosillo, Sonora.

Escuchábamos el relato de la reportera Mónica Romero acerca del niño Alejandro Martínez de casi 6 años de edad quien sufrió además de quemaduras en el 26% de su cuerpo, la pérdida de su hermana Sofía, de dos años y medio.

“Nos podrán ver tranquilos en la calle, pero ya en nuestra casa es diferente, tenemos todos los recuerdos, tenemos que estar con el niño que todavía se sigue haciendo preguntas, que si porqué pasó el accidente, qué porqué su hermana ya no está, que quien provocó el incendio y porqué se quemó él, porqué se quemó su hermana y la guardería, y aun así, ni las autoridades ni las leyes nos pueden dar respuesta, ni nosotros podemos responder eso a nuestro hijo”, contaba Filegonio Martínez, padre de Alejandro y Sofía.

Con este contexto, el diccionario me queda debiendo con la definición de negligencia, o mejor dicho, la palabra negligencia les queda muy guanga a las autoridades responsables de tan indignante hecho.

No son tema de este artículo las múltiples irregularidades que hay en las guarderías subrogadas del gobierno pero vale mucho la pena revisar el trabajo completísimo que El Universal hizo de la tragedia de la Guardería ABC.  

Me cuesta trabajo creer que la omisión de un conjunto de personas  —desde los altos funcionarios, hasta los encargados y dueños de la guardería—, haya desencadenado esta tragedia y además, por si fuera poco, no se ha actuado en consecuencia.

Las irregularidades siguen existiendo y poseer una guardería subrogada es un negocio para unos cuantos afortunados que ostentan su “amor a la niñez” con nombres como: Estancia Integradora para el Desarrollo Infantil… verdaderamente indignante.

La muerte de un hijo es de las pérdidas que más confronta la existencia humana.

El proceso de duelo se torna muy complejo, ¿no se supone que las personas nacemos, crecemos, nos reproducimos y morimos? Los padres lo viven como un absurdo y los sentimientos de culpa se hacen presentes: “¿Cómo voy a poder sonreír nuevamente?, ¿Si no lo hubiera dejado…?”.

De todos los seres vivos, los humanos somos los únicos que reconocemos nuestra finitud. Aun así, no estamos preparados para ella y menos para reconocer que el ciclo vital puede romperse. Hay personas que con la idea mágica de alejar a la muerte, no se atreven ni a nombrarla.

En el caso de la Guardería ABC, se suman varias problemáticas y la famosa negligencia está siendo una traba en este proceso de duelo. ¿Cómo transitar del camino de la devastación a la recuperación, con tantas autoridades queriendo salvar su pellejo antes de buscar la reparación?

También debemos hablar de los sobrevivientes (literalmente) de esta tragedia y de su lucha por permanecer en esta vida. Oir sus historias, conocer sus rostros. Acercarme a su lucha me ha hecho recordar lo que el Dr. Víktor E. Frankl, psiquiatra, sobreviviente de los campos de concentración y creador de la Logoterapia decía: “Sí a la vida, bajo cualquier circunstancia”

No pretendo englobar las historias, dolorosísimas todas, bajo una sola mirada pero me llena de admiración y me conmueve profundamente saber que ante esta indescriptible tragedia, aun ahí, el ser humano es capaz de encontrar un sentido, de encontrarse a él mismo: la capacidad de oposición del espíritu, como el Dr. Frankl lo llamaba.

Un ejemplo excepcional de esto —y que se convirtió en personaje principal para aminorar en gran medida los números de la tragedia de la Guardería ABC)— es la señora Virginia Sendel, quien creó la Fundación Michou y Mau, I.A.P a raíz de la terrible pérdida de su hija Michelle, quien falleció al salvar a sus cuatro hijos de las llamas.

Posteriormente, Mau falleció por recibir atención especializada con diez días de retraso. Sin embargo Camila, como la señora Sendel siempre menciona, es “el ejemplo de una vida salvada, con la adecuada atención y rehabilitación”.

Gracias a la labor que esta fundación ha hecho y a la alianza que ha establecido con Shriners Hospital Organization, fue posible el traslado de varios niños quemados del incendio de la Guardería ABC, en Sacramento, California, completamente gratis.

El rostro de Virginia Sendel siempre me atrapa, me muestra a una mujer marcada por la tragedia pero infinitamente cordial y amorosa.

Ella transformó como pocos su tragedia haciendo uso de su libertad interior; como el Dr. Frankl decía: “Y es precisamente esta libertad interior la que nadie nos puede arrebatar, la que confiere a la existencia una intención y un sentido”.

Hoy, a 2 años del lamentable suceso, enciendo una vela por cada ser vivo que está en esa búsqueda.

*Liliana Ponce es tanatóloga, egresada del Instituto Mexicano de Tanatología y logoterapeuta de la Casa Vìctor Frankl.

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Nación

El sindicato nacional de la mota

¿Deveras queremos legalizar las drogas?

¿Cómo sería México si se legalizara la droga?

La organización The Global Commission on Drug Policy dio a conocer su reporte . Una de sus recomendaciones es: “Alentar que los gobiernos experimenten modelos de regulación legal de las drogas (con cannabis, por ejemplo)».

Esta organización, integrada por miembros prominentes como Ernesto Zedillo, Carlos Fuentes, Mario Vargas Llosa, Kofi Annan y Richard Branson, seguramente no imaginó cómo viviríamos en México esta medida.

Para empezar, en los pasillos del metro, los merolicos vocearían “Bara bara bara baraaa… lleve la voladora, la efectiva, para que no le vengan diciendo que de cuál fuma, llévela llévelaaaaa”.

En el Gobierno, se formaría la Comisión Reguladora de las Drogas, que a su vez contaría con las Direcciones generales de Drogas Inhalables, la de Sustancias Inyectadas y la de Estupidizantes Orgánicos. Para trabajar en ella, se requeriría acreditar larga experiencia en el tema y ¡lo mejor! habría una Dirección General de Verificación, en donde los inspectores constatarían la calidad del producto ofrecido a los consumidores.

En lugar de que los productores de droga se mataran en la calle para ganar zonas de distribución de sus productos, con los consiguientes daños colaterales, esta dependencia de gobierno (y las comisiones estatales) ordenaría territorialmente su comercialización y otorgaría las concesiones correspondientes, regulando así el libre mercado de sustancias adictivas y tratando de evitar los monopolios.

Todos los productores de este tipo de productos harían cabildeo para que cada vez más sustancias fueran consideradas en el Padrón Nacional de Drogas Legales y la mencionada dependencia sería muy polémica cada vez que aprobara o negara una concesión para vender un nuevo tipo de droga.

Nos olvidaríamos de andarle sacando petróleo a Chicontepec y mejor nos dedicaríamos a promover las exportaciones de tachas y chochos.

De un día para otro, los destinos turísticos más buscados serían Nuevo Laredo, Valle Hermoso, Monterrey, Culiacán y Tijuana y se construirían nuevos Malls que sólo se dedicarían a vender sustancias adictivas.

Tantos turistas querrían venir a México, que hasta Mexicana saldría de sus problemas y en Europa y Asia se venderían atractivos paquetes para visitar a México, que podría ser el paraíso de la negación. ProMéxico, felizmente, se dedicaría a promover la alta calidad de esos productos y cobraría gran prestigio la marihuana orgánica del campo mexicano.

¿El carrujo que le vendieron no le provocó los efectos esperados? Podría llamar al nuevo servicio de motatel o poner una denuncia en sus páginas de Twitter y Facebook. O directamente a la Profeco.

Se instuiría el Día de la Mota y el Presidente de la República, sería invitado a fumar un cigarro para luego pronunciar un encendido discurso. Por supuesto, como fue uno de los precursores de la norma, en esa jornada Ernesto Zedillo sería obligado a meterse todo tipo de porquerías psicotrópicas para después presentarlo bailando en los espacios de López Dóriga, Brozo y Javier Alatorre, quienes a su vez también leerían el noticiario completo bajo los efectos de alguna sustancia adictiva.

En la Cámara de Senadores, se otorgaría anualmente la Orden de Jesús Malverde y en lugar de que la Barbie, el Chicles, el Tuercas y todos esos sean presentados en la tele con su carota de niños regañados, serían ejemplo de negociantes emprendedores, por lo que tendrían su propia cátedra en el Tec de Monterrey. La Reina del Sur tendría su propio programa de radio (de consejos de belleza) y sería gobernadora.

A Joaquín Archivaldo Guzmán Loera (así se llama) se le nombraría empresario del siglo y se le reconocería por su nombre de pila (Joaquín, no Archivaldo). Se inscribiría su nombre con letras de oro en la Cámara de Diputados, conociéndosele como “El Alto” y se sancionaría a quien se anduviera refiriendo a él como “El Chapo”. ¡Ah! Y Zhenli Ye Gon regresaría como héroe nacional.

Luego, los cárteles de Juárez, de Sinaloa, del Golfo, etcétera, formarían la Cámara Nacional de la Industria de los Estupefacientes y Alucinógenos y se formaría el Sindicato Nacional de Trabajadores de la Marihuana y el Haxix, al cual muchos querrán pertenecer, debido a las aspiracionales prestaciones en especie.

Por supuesto, ese poderoso grupo formaría su partido político, recibiría prerrogativas del Instituto Federal Electoral, tendría sus propias bancadas en cada Cámara y sus candidatos repartirían tachas y carrujos en su actos de campaña.

El presupuesto a seguridad pública disminuiría muy drásticamente porque ya no habría muchos delitos que perseguir. Y las policía federal, estatales y municipales se tendrían que poner a pensar qué hacer. Sólo perseguirían a los carteristas, como antes. El ejército sólo se tendría que dedicar a defender la soberanía nacional y la marina a cuidar los mares.

Al final, sorprenderíamos a nuestros hijos niños y adolescentes fumando un cigarro de marihuana en su fiesta, para disfrutar mejor lo que dice el payaso, y cuando eso suceda, simplemente nos dirán “es legaaaaaaal papáaaa… ¿no gustas?”

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Medios al Rojo Vivo, Piedra en el Zapato

LOS HUEVOS DE LA MAESTRA

¿Qué haría usted si tuviera a su cargo a media docena niños de cinco años y de pronto escuchara una ráfaga de ametralladora de AK-47? ¿a) Saldría corriendo; b) Se haría del baño; c) Tendría un brote psicótico o d) Todas las anteriores?

Martha Rivera puso “pecho tierra” a sus alumnos de jardín de niños en la colonia La Estanzuela, al sur de la ciudad de Monterrey y los puso a cantar el clásico de Barney: “Si las gotas de lluvia fueran de chocolate…” Pero desafortunadamente se trataba de balas. Y a ninguno de nosotros nos hubiera encantado estar ahí.

El video que la propia Martha Rivera tomó con su celular le dará la vuelta al mundo y, a menos de dos días del acontecimiento, tiene ya más de un millón de visitas en Youtube. Es ya un fenómeno mediático y hasta político. Aunque las autoridades, además de premiarla y sacarse la foto con ella, debieran instrumentar políticas públicas dirigidas no sólo contra los sicarios, sino también para los niños de preescolar. No necesariamente es lo mismo.

Como resultado de ese atentado contra la sociedad, hubo cinco personas muertas, afuera de la escuela. ¿Qué podemos hacer los ciudadanos para evitar esas muertes? Nada. Pero es nuestra responsabilidad ponernos a salvo.

La vida sigue para los ciudadanos donde hay violencia. Por eso, un taxista indignado me decía en Nuevo Laredo, Tamaulipas, que aborrecía que se hablara de la inseguridad en las noticias porque el turismo disminuía. Y concluía: “la mayoría de los que mueren tienen que ver con los malandros o bien andan de curiosos; yo, cuando veo que hay balacera, jalo pal otro lado, y aquí sigo y todos los días salgo a trabajar”.

Mucho se escribirá sobre la inseguridad pública y las bandas de narcotraficantes. Pero la reflexión aquí es acerca de lo que a los ciudadanos nos queda ante tal intromisión en la intimidad de nuestros espacios.

El límite emblemático de esta situación fue el terrible episodio en que 18 niños en Villas de Salvárcar, en Ciudad Juárez, celebraban una fiesta cuando los sicarios entraron a su casa a matarlos, el 29 de enero de 2010.

A un milímetro de ese horror se encontraron Martha Ivette Rivera Alanís y sus alumnos. Ella mostró valentía, serenidad, conocimiento de lo que hay que hacer ante la crisis y hasta documentó sus acciones.

¿Se imagina que los sicarios que estaban disparando afuera del kínder “Alfonso Reyes” hubieran tenido una maestra como Martha? Tal vez no estarían llenando de plomo y mugre las calles, los días de Monterrey y los rostros de sus angustiados habitantes.

Propongo que en lugar de mostrarnos las malrasuradas y pachecas caras de los «asegurados» ¿por qué no nos presentan los rostros y nombres de sus padres, para que toda la sociedad los repudiemos y se vuelvan ejemplo de lo que no hay que hacer?

La lección de Martha Rivera es que cada adulto tenemos una responsabilidad con los niños de este país. Y más si somos padres de familia. Pues somos los padres de familia quienes permitimos que nuestros hijos aprendan que una ametralladora es un juguete y que la vida de otras personas es un personaje de vídeo juego.

Somos nosotros quienes hacemos ricos a los fabricantes de armas, al enseñar a nuestros hijos que no hay límites para la ambición y que ganar unos dólares fácil y rápidamente justifica engrosar las filas de la delincuencia. Y luego, esas mismas fábricas venden las armas para combatirlos. La muerte como negocio.

Los padres de familia somos quienes borramos de las conciencias de los niños la frontera entre el bien y el mal y luego decimos que las autoridades no hacen nada.

¿A qué edad hubieran podido evitar los padres de El Chapo, la Barbie y todos los delincuentes que sus hijos dedicaran su vida a podrir la sociedad? Cuando los sicarios tenían tres, cuatro, cinco años. A la edad que tienen los niños que pusieron su cabeza en el suelo y abrieron la boca para tomar las imaginarias gotas de chocolate que prometía la canción de la maestra Rivera.

Si los niños, en lugar de ir a la escuela van a la calle y en lugar de encontrarse a Martha Rivera se encuentran los puñetazos de su madre, o una mona para olvidarlos, o la ausencia de su padre, o ningún tiempo para escucharlos, o en lugar de beber gotas de chocolate ingieren alcohol porque es “divertido”, entonces la ecuación produce a los asesinos Villas de Salvárcar o de La Estanzuela, o de tantos y tantos lugares.

Ahora, pensemos qué sucede cuando esos niños abandonados llegan a la adolescencia. ¿Contra quién cree que disparan los jóvenes que rafaguean sus cuernos de chivo? Pues en gran medida contra sus padres. Contra su falta de atención, de cariño y de tiempo. Y la sociedad, a fregarse.

Un reverso de la moneda muy apropiado lo conmemoramos el 6 de febrero, cuando se cumplieron 90 años del estreno de The Kid, de Charles Chaplin. Esa obra de arte nos recuerda cómo el ciclo (re)inicia con los hijos no deseados. Pero también pone El dedo en la llaga y sentencia que la pobreza no es pretexto para la falta de amor y la asunción de responsabilidades. ¿A cuántas madres solteras conoce usted que han “sacado adelante” solas a sus hijos con la ayuda de la familia extendida o de la iglesia?

De paso, la obra maestra del comediante inglés nos taladra con humor que las responsabilidades filiales no son exclusivas de las mujeres. Los padres debemos ser amorosos también. Inclusive aunque las madres no lo sean. Por eso todos tenemos dos progenitores, aunque a veces se nos olvide, y ambos deben servir para algo.

Dejemos de ser una sociedad hipócrita y quejumbrosa de que los males están fuera de nosotros y de todo tienen la culpa los demás. Exijamos a las autoridades que hagan lo correspondiente, pero empecemos por las paredes de nuestra propia casa. No esperemos, pues, a que las gotas de lluvia… sean de chocolate.

NOTA: Para El Dedo en la llaga es un honor que la Maestra Martha Rivera leyó y colocó el link de este artículo como «favorito» en su cuenta personal de Twitter @mrivera1276. Gracias por su ejemplo, maestra, y por tomarse el tiempo de leer esta columna.

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