¿Y si perdemos todo…?
A las personas que han perdido algo o a alguien durante la pandemia.
Casi un millón de personas transitan todos los días en el crucero de Shibuya, en el centro de Tokio. No se si todos esos transeúntes conozcan la historia del famosísimo perro Hachiko, que falleció el 8 de marzo de 1935 y se encuentra inmortalizado en una placita ubicada en ese lugar, en una estatua de bronce.
Lo que es seguro es que todos, todas y todes, ese millón de seres, han experimentado lo que el can sintió diez años antes de su muerte: una pérdida irreparable.
Tal vez algunos piensen que Hachiko era propiedad del famoso actor Richard Gere debido a la película Siempre a tu lado (Lasse Halström, 2009) que, a la vez, es un remake de Hachiko monogatari (Seijiro Koyama, 1987). Pero lo importante no son las películas sino el dueño, Hidesaburo Ueno quien realmente existió y fue profesor de la Universidad de Tokio, y su perro akita, Hachiko.
Desde el día siguiente que el buen Ueno falleció, su perro Hachiko agarró sus cuatro patas y fue a esperarlo diariamente durante 10 años a la estación de Shibuya, sentadito en el lugar en donde hoy se encuentra su canina estatua, tal y como aguardaba a su amo cuando regresaba del trabajo y descendía del tren. La fiel mascota siguió ahí hasta que la muerte lo sorprendió y, algunos dirían, se encontró de nuevo con su dueño –en el más allá.
No creo que, como quisiéramos creer, el perro haya hecho guardia como “homenaje” a su dueño muerto (porque, dicho sea de paso, no lo llevaron al entierro y al can no le consta que se murió), ni creo que su amo le haya quedado a deber dinero. Lo que sí es que seguramente Hachiko abrigaba en su corazoncito canino la esperanza de que Hidesaburo volviera a descender del tren, como todos los días, salvo los fines de semana –que no se qué haría.
Este no es un ensayo sobre psicología de perros, pero Hachiko representa qué sucede cuando se pierde algo para siempre; qué es lo que sigue en la vida.
Los humanos que conocen la historia de Hachiko racionalizaron su conducta y se puede leer en las monografías que esa mascota “representa dos valores esenciales de la cultura japonesa: la lealtad y la perseverancia” –aunque seguramente el perro lo vivió como una cuestión de costumbres, no de valores. Pero eso no importa, el chiste es que la historia nos arruga el corazón.
Y aunque parezca cosa obvia, lo primero importante es recordar que la historia de Hachiko es tan conmovedora porque conocimos lo que tuvo y lo que perdió. Conoció el amor correspondido de una persona, pero un día se desvaneció en el aire. Evidentemente, para una mascota, perder la existencia de su amo es algo definitivamente desastroso. Para los humanos, perder cualquier cosa o ser o condición que amemos o que deseemos nos provoca duelo, tristeza, abatimiento y con frecuencia depresión, inmovilidad y sentimiento de victimización.
Bien dicen que “nadie sabe lo que tiene hasta que lo ve perdido”. De la misma manera, nadie se entera de lo que pudo tener si nunca lo ha experimentado. El hijo que ha sido permanentemente maltratado no sabe qué es vivir con amor. Pero si un día le falta el mal trato, lo buscará porque lo extraña. ¿No es una estupidez que busque lo que lo hacía infeliz? No. Porque él no sabía que era infeliz. Simplemente la vida era de maltrato.
Quien nunca ha vivido en democracia, no extraña ese sistema político. Quien nunca ha vivido en el Estado de derecho no extraña el imperio de la ley.
Algo muy distinto a lo mencionado es anhelar algo nuevo y diferente, como lo hacen todos los jóvenes, pero en ese caso, lo peor que puede ocurrir es que nunca obtengan lo que deseaban y, sencillamente, se conformen con su prueba de realidad cuando alcancen la edad madura. Y siempre pensarán que lo que anhelaban era una fantasía inalcanzable –como sacarse la lotería.
El dicho dice “quien no tiene y llega a tener, loco se quiere volver”. Pero, inversamente, ¿qué responsabilidad tiene quien sí tenía algo y pierde una parte o todo por razones ajenas absolutamente a su ser? Por ejemplo, tener una vida espléndida (o normal al menos) y de pronto perder todo por ser judío y que al dictador no le agradan las personas de ese origen. O por un virus mundial que acabó con la familia. O por un accidente en la Línea 12 del Metro que acabó con la vida del padre de familia o del hijo.
Cuando algo se pierde a causa de algo tan fortuito, todo estaba fuera de nuestro control. Pero en muchas ocasiones, perdemos el status quo porque la situación es insostenible y consciente o inconscientemente, hacemos lo necesario para perderlo.
Muy egoísta es el pensamiento de quienes dicen, bajo esa circunstancia: “Pues perdió sus privilegios. Qué bueno”. Esa línea de pensamiento no merece una línea más de reflexión aquí.
En 1969, Elisabeth Kübler Ross escribió que quien tiene duelo pasa por cinco etapas: negación, ira, negociación, depresión y aceptación. Asumiendo que tiene razón ¿Qué viene después?
Hay muchas formas de definir el duelo, pero yo encontré una francamente estremecedora escrita por Béla Braun cuando refiere: “…ese pasado, debo confesar, me seduce más que la idea de cualquier futuro”.
Así que no sólo es perder algo o todo, sino quedarnos estacionados en la percepción de que no importa lo que venga, ya nunca podrá ser igualado y mucho menos superado en el futuro.
Para que la persona que pierde algo o a alguien siga adelante y llegue a la etapa de aceptación, es necesario que reacomode su vida entera, ya que no solamente tiene que rellenar el hueco de quien se fue o de lo que ya no tiene sino de la idealización de eso que tenía. Es una doble pérdida.
Y luego, tiene que haber una prueba fehaciente de que el futuro vale la pena. Que merece el esfuerzo levantarse cada mañana después de que suena el despertador porque “puede ser un gran día”, como canta Serrat.
Se puede perder la salud, el trabajo, el ingreso, a alguien amado, las posesiones materiales. Pero nadie nos puede quitar el tiempo que tenemos por delante. Si nos dijeron que tenemos cáncer, nadie nos puede quitar el tiempo que nos queda de vida. Así sea un minuto. Y aunque suene cruel, en cierto sentido de manera automática disfrutaremos más intensamente la vida porque sabemos que nos queda menos tiempo del que creíamos.
Ahora bien, si somos lo suficientemente afortunados para que a estas alturas no nos hayan diagnosticado una enfermedad terminal, pues entonces brinquemos de alegría y llenemos los huecos de tiempo de nuestras inseguridades con cosas importantes como estar al pendiente de la gente que queremos o irnos a hacer análisis de laboratorio para saber si hay que tomar cartas en el asunto, que tal vez desconozcamos.
Cuántas veces nos quejamos amargamente del trabajo que tenemos, pero el día que lo perdemos ¿acaso nos ponemos a brincar de alegría? No. Se nos olvida absolutamente si el trabajo era monótono, si los jefes eran ineptos y autoritarios, si había que madrugar para llegar a tiempo, si otros se paraban el cuello con lo que hacíamos, si nos echaban la culpa de las cosas que salían mal, si nuestros colegas nos envidiaban y nos hacían la vida de cuadritos. Y en realidad, lo que extrañamos no es el trabajo, sino la quincena. De ahí que sea más fácil plantearse cómo sería posible ganar el dinero para vivir sin tener que padecer una situación laboral como la que nos fastidiaba.
Lo mismo en el matrimonio. Lo mismo en la política. Cuando perdamos algo pensemos, pues, a qué costo vivíamos acostumbrados a una vida que verdaderamente no nos agradaba tanto o no era perfecta.
Efraín Bartolomé en Educación emocional en 20 lecciones dice que vivir en el pasado o en el futuro es irracional. Es una forma de neurosis que, a la vez, la define como el hecho de que gente inteligente de pronto se comporte de manera estúpida. Mientras idealizamos lo que perdimos, seguimos viviendo en el pasado, es decir en esa neurosis, es decir en la fantasía, es decir en la depresión y sobre todo con ese miedo de Béla, que seguirá seduciéndonos más que el posible futuro.
No obstante, perder algo o a alguien es la manera forzosa de empezar a ver un mundo que de otra manera no íbamos a conocer, sobre todo, pasado el llanto y el coraje, es la oportunidad única de pensar todas y cada una de los detalles que no nos gustaban de la situación que vivíamos antes de nuestro duelo.
Y de ahí, pasamos a la gran pregunta ¿qué nuevo sentido le podemos dar a nuestra vida?
Angel era un ingeniero muy exitoso. Estudió ´fotogrametría (para hacer mapas) y logró ser pieza clave en la elaboración de la cartografía de México en los años setenta, en la institución que se formó para ello y que hoy es parte del INEGI. A los 53 años de edad tuvo dos accidentes vasculares cerebrales los cuales le resetearon el cerebro. Se acabó la persona que era. Nunca pudo volver a hablar de corrido.
Su familia fue su red de protección para no irse de bruces contra el suelo y morir de depresión. Y el sentido que le encontró a su vida fue la carpintería y la ebanistería. Esa fue su nueva misión. Pareciera que no tenía nada que ver con lo anterior. Pero todo lo que vivió logró plasmarlo en los muebles y las artesanías que hizo porque lo vivido nunca, nunca, nunca es tiempo tirado a la basura.
De manera que parece que la mejor forma de empezar a caminar una vez que se pierde algo es empezar a vivir en el presente y encontrar una hebra qué jalar. Encontrarle sentido a la vida. ¿En dónde? En lo que siempre quisimos hacer y no habíamos tenido tiempo. En estar pendiente y cerca de las personas que están a nuestro alrededor. Porque el único hueco que hay que rellenar es el del tiempo. Y a quién y cómo se lo damos. Nada más y nada menos.
Hoy hay muchas formas para perder el tiempo. Pero otras tantas para ganar la nueva vida. La que no conocemos. La que, con frecuencia, tenemos que vivir dadas las circunstancias y a fuerzas.
Si usted es un perro y está leyendo esto, tal vez le baste vivir en el deber ser y quedarse como Hachiko (y ahí sigue su estatua) esperando el retorno de su pasado muerto.
Pero si usted es humano o humana o humane, como seguramente es, cada minuto, a partir de ahora, le va a cambiar la vida porque es nuevecito y porque, afortunadamente, ya nunca se puede devolver.